El cambio cultural hace referencia a la modificación de comportamientos a través de la generación de hábitos distintos. Los cambios en comportamientos se logran a través de diferentes tipos de intervenciones que buscan interiorizar en los individuos nuevas percepciones y actitudes frente a una dinámica en particular.
En su libro Achieving Culture Change: A Policy Framework, Knott, Muers y Aldridge (2008); presentan una definición muy práctica de cambio cultural aplicada al ámbito de lo público. Para ellos, el cambio cultural se refiere a las intervenciones para influenciar actitudes, valores y aspiraciones subyacentes, y al modo como estos se manifiestan en el comportamiento; así como al proceso dinámico por el cual las pautas de comportamiento se convierten en pautas establecidas como parte de actitudes y valores subyacentes.
En síntesis, toda estrategia de cambio cultural debe estar enfocada en modificar las creencias, suposiciones, actitudes, conocimientos y comportamientos de los individuos, logrando así la conformación de nuevas normas sociales basadas en un cambio común de comportamientos en los individuos que conforman una comunidad específica.
El cambio cultural implica, necesariamente, la posibilidad de pensar en una manera distinta de hacer las cosas en el día a día, que por ende se traduzca en una modificación real en los comportamientos de los individuos.
El Código de Integridad es una herramienta de cambio cultural que busca modificar las percepciones que tienen los servidores públicos sobre su trabajo, basado en el enaltecimiento, orgullo y vocación por su rol al servicio de los ciudadanos y en el entendimiento de la importancia que tiene su labor para el país y, específicamente, para la coyuntura actual; además, pretende transformar los hábitos y comportamientos cotidianos de los servidores en su trabajo diario, con base en el fortalecimiento de su quehacer íntegro, eficiente y de calidad.
La OCDE (2014) define el Buen Gobierno como el proceso de “mejorar la confianza en el gobierno, sus instituciones, y la calidad de sus servicios y decisiones”. Según dicha organización, el Buen Gobierno se compone de los siguientes elementos:
Adicionalmente, el Plan Nacional de Desarrollo “Todos por un nuevo país, Paz, Equidad, Educación” (2014 – 2018), propone el concepto de Buen Gobierno como eje transversal, indicando que “Un Buen Gobierno es un gobierno que planea y ejecuta sus recursos de manera eficiente, eficaz y transparente. Una administración cercana al ciudadano, que opera de manera armónica en sus distintos niveles de gobierno a través de servidores íntegros y comprometidos, para cumplir lo que promete y rendir cuentas sobre lo que hace” (Gobierno de Colombia, 2014).
Todo lo anterior indica que el Buen Gobierno es fundamental para la implementación de políticas públicas que tengan realmente la capacidad de mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. En este sentido, todo esfuerzo de la gestión pública hacia el Buen Gobierno aumentará la confianza de los ciudadanos y la legitimidad del Estado, además, parece claro que uno de sus componentes fundamentales es el trabajo para fortalecer la integridad de los servidores públicos.
En asuntos de ética e integridad se encontró una gran cantidad de definiciones. Una en particular, del economista estadounidense Anthony Downs, resulta precisa para los objetivos del Código. Según Downs (1957) “La integridad consiste en la coherencia entre las declaraciones y las realizaciones. La integridad es esencial para que sean eficientes las relaciones interpersonales, porque el engaño desfigura los mensajes que transmitimos, crea una niebla y ya no sabemos de qué estábamos hablando”. Según esta definición, la integridad es en esencial el cumplimiento de las promesas de manera transparente y eficiente.
En el ámbito de lo público, la integridad tiene que ver con el cumplimiento de las promesas que hace el Estado a los ciudadanos frente a la garantía de su seguridad, la prestación eficiente de servicios públicos, la calidad en la planeación e implementación de políticas públicas que mejoren la calidad de vida de cada uno de ellos. Ahora bien, la integridad es una característica personal, que en el sector público también se refiere al cumplimiento de la promesa que cada servidor público le hace al Estado y a la ciudadanía de cumplir a cabalidad su labor.
Por otro lado, en las entidades estatales hay tensiones constantes entre los intereses generales de la sociedad y los intereses personales de los individuos, lo cual pone en riesgo constante el cumplimiento de promesas de las personas que trabajan con el Estado. Frente a esta tensión se hace necesario establecer particularidades del concepto de integridad frente a la labor pública; en este sentido se ubica la aproximación de la OCDE: “La integridad pública se refiere al constante alineamiento y apropiación de valores éticos, principios y normas compartidas, para proteger y priorizar el interés público sobre los intereses privados en el sector público” (OCDE, 2016). Esta organización también indica que “la integridad es la base del Buen Gobierno. Fomentar integridad y prevenir la corrupción en el sector público es esencial para mantener la confianza en el Estado” (OCDE, 2017, traducción de FP).
Finalmente cabe aclarar que, la integridad no es solo un asunto moral, tiene también un sentido práctico; pues se trata de comportamientos ajustados al cumplimiento de las promesas que los servidores públicos hacen a la ciudadanía por el hecho mismo de ser servidores del Estado. De acuerdo con lo anterior, la integridad también tiene que ver con la eficiencia, productividad e inclusividad del sector público.
El sentido práctico de la integridad, ligado a la coherencia entre promesa y acción, corre el riesgo de perder la profundidad de la discusión moral y ética del individuo que trabaja en el sector público. Sin embargo, teniendo en cuenta los altos grados de rotación de personal en las entidades del país, y la necesidad de una herramienta práctica y dinámica de prevención, no se trata aquí de un instrumento que busque a profundidad cambiar los parámetros éticos de las personas. Se trata de dar guías a personas, partiendo del hecho de que actúan dentro de la legalidad, para ajustar sus acciones diarias a unos ideales de integridad necesarios para el adecuado funcionamiento del Estado.
Finalmente, el académico Rafael Jiménez Asensio señala que la integridad es más un camino que un objetivo. Siguiendo la idea de este autor, se entiende que la integridad es una manera constante, coherente y permanente de hacer las cosas. Esto refuerza el sentido práctico de la integridad, apropiado para trabajar en torno a los hábitos, actitudes y percepciones cotidianas de los servidores públicos. Esto también implica que este es un tema sobre el cual el trabajo debe ser permanente y comprometido, no basta con un par de talleres.
Revisados los conceptos anteriores, es preciso dar luces sobre lo investigado en torno a las políticas de integridad pública con enfoque de prevención. En esta sección se resumirán documentos investigados durante el 2016, y también otros publicados en 2017, estos últimos, confirman y refuerzan las ideas de lo revisado en 2016. Lo anterior se debe a que el equipo se encuentra en constante actualización teórica como parte de este proceso de construcción e implementación del Código.
En las últimas dos décadas ha habido una creciente tendencia al fortalecimiento del enfoque preventivo en las políticas de lucha contra la corrupción en los países desarrollados, y en la última etapa, también en países en desarrollo. Este enfoque preventivo surge a raíz de la necesidad de complementar los aspectos normativos de estas políticas. Como lo afirman Manuel Villoria y Agustín Izquierdo (2016) en su libro Ética pública y buen gobierno. Regenerando la democracia y luchando contra la corrupción desde el servicio público “las leyes son necesarias para atajar toda clase de conductas desviadas, pero a veces no son suficientes. En ocasiones esas regulaciones normativas no agotan ni mucho menos las posibles zonas de interferencia o de colisión que puedan producirse entre lo público y lo privado”.
A lo anterior se le suma la propuesta de Baez y Passas (2017), quienes indican que “tener demasiadas normativas y burocracias en el diseño e implementación de políticas de buen gobierno puede resultar en un exceso de mecanismos legales simbólicos que tienen poco impacto en la incidencia y percepción de la corrupción”. Es un llamado a pensar en formas innovadoras, no normativas, de generar incentivos positivos en torno a la integridad.
Por su parte, Jiménez Asensio (2016) ofrece un punto de vista que va en línea con esta noción de la necesidad de complementar los aspectos normativos. Para el autor, este nuevo enfoque de ética institucional va más allá del derecho, y “pretende construirse en sentido “positivo”, con un fuerte carácter preventivo y permear las conductas y comportamientos de los servidores públicos, mediante procesos de internalización de valores y normas de conducta”. Se trata entonces de un enfoque de política de integridad basado en el trabajo con los servidores públicos que prevenga situaciones negativas. Jiménez Asensio propone una estrategia bidimensional como requisito para trabajar en la prevención de la corrupción en el ámbito de las instituciones públicas. Los dos elementos que componen esta estrategia son la integridad, como aspecto sustantivo, y la transparencia, como aspecto instrumental. En estricto sentido, lo que quiere decir el autor es que para prevenir la corrupción es tan necesario tener instrumentos de transparencia, seguimiento y control, es decir, elementos normativos; como desarrollar, a la vez, sistemas de integridad para que, a través del establecimiento y promoción de valores, se incentive a los servidores públicos a adoptar prácticas y comportamientos íntegros y ejemplares. Esto, por supuesto, no es sencillo, pues requiere un trabajo constante y cercano con los servidores, que logre realmente interiorizar la importancia de un ajuste o fortalecimiento de los comportamientos.
Esta estrategia bidimensional es de largo aliento, lo cual no es del todo bien visto pues, al no generar resultados visibles a corto plazo, existe mucho escepticismo a la hora de promover la integridad como herramienta contra la corrupción. A pesar de esto, trabajar a largo plazo con un enfoque de prevención es, sin duda, primordial para mejorar la capacidad del Estado, su legitimidad, y la confianza de los ciudadanos en el mismo.
Jiménez (2016) indica que los códigos de integridad o códigos de conducta son un elemento básico de un Marco de Integridad. Estos códigos deben tener un enfoque preventivo, y no represivo, al identificar factores de riesgo o malas prácticas en las acciones cotidianas del servicio público y dar guía a los servidores de cómo sobrepasarlas y asumirlas de manera íntegra. Pretenden orientar en sentido positivo la acción y actuación de los servidores públicos.
Por su parte, Stuart Gilman (2005), consultor para la OCDE, afirma que los Códigos sirven para las personas que quieren actuar éticamente, pero se ven enfrentadas a decisiones difíciles, es decir, para la mayoría de los servidores. Considera también que estos tienen una finalidad pedagógica y sirven principalmente para reducir la probabilidad de ciertos comportamientos, proporcionar justificaciones correctas y servir como declaración ética profesional. Gilman también sostiene que es necesario definir unos pocos valores y unos pocos principios asociados a cada valor y estos deben estar enfocados en cambios culturales generales, y no cada comportamiento individual problemático. Esta línea la sigue la ONU. En el documento “Promoting Ethics in the Public Service” de la ONU (2000) se destaca que los códigos de conducta tradicionales son demasiado rígidos y densos y tienen resultados poco significativos. Una política de integridad de la administración pública idealmente debe buscar una definición clara y sencilla de los valores relacionados con la conducta ética.
La abundancia y variedad de normas legales sobre ética del servicio público han sido obstáculos para su implementación práctica. De igual forma, la ONU afirma que es muy importante que los servidores participen activamente en la construcción y socialización del código con el fin de asegurar que realmente lo haga suyo, es decir, lo consideren propio.
Este documento de la ONU propone las siguientes recomendaciones metodológicas:
Si bien este boom de códigos de conducta o de integridad para el sector público es todavía reciente para determinar sus resultados e impacto, algunos estudios ya han logrado determinar incidencias positivas de los códigos. Por ejemplo, en su artículo Codes of conduct for national parlaments and their role in promoting integrity: an assesment, Jacopo Leone (2017) encuentra que los códigos de conducta para parlamentarios de los países que hacen parte de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa —en inglés OSCE— han probado ser valiosos, capaces de proveer una serie clara de reglas y guías de conducta y un estándar de integridad conocido y, en gran medida, interiorizado por los parlamentarios. De igual forma, la comunicación adecuada de estos códigos también parece tener una incidencia en la percepción de la ciudadanía.
Todo lo anterior indica que un código de este tipo debe caracterizarse por tener un enfoque preventivo y no disciplinario. Partimos del hecho de que un código de integridad guía a los servidores públicos, cuyos comportamientos están dentro de la legalidad, pero se ven enfrentados a situaciones o dilemas complejos en el día a día.